Patrones de olas

Traducción de Wave Patterns de Aylie Baker, en Emergence Magazine.


Patrones de olas

Yo crecí soñando con el mar abierto.

El año antes de que naciera, mi madre y padre dejaron su hogar en Escocia y cruzaron el Atlántico en un pequeño bote de velas. Les tomó veintidós días. Veintidós días de horizonte abierto, sin otras naves, unas cuantas tempestades y una cesta de aguacates que se maduraron todos al mismo tiempo.

En mi imaginación, mi padre está en el mástil con su sextante, gritando números, mientras se balancea en medio de las olas para observar planetas y estrellas brillantes. Y luego está mi madre, sus ojos parpadeando de aquí para allá entre el horizonte distante y el compás ante ella, una mano persuadiendo al timón, la otra anotando posiciones de forma cuidadosa en el diario de su travesía que mantiene.

Conforme se acercan al Caribe, el océano cambia. Las largas, cantarinas olas que les han pasado por debajo en los días anteriores se comienzan a regresar de una costa que aún no es visible. La superficie se hace más picada y dispareja, hasta que una mañana una ola extraviada se apresura sobre la popa del bote, lavando su cabina y casi inundando su barco.

Siempre que mi madre llega a este lugar de su historia, yo me estremezco. Conforme la ola se levanta, yo tiemblo, primero con miedo, luego con asombro, por la habilidad de mi madre y padre de navegar ese momento y su travesía, y por el océano que se levantó bajo elles.

Fue un verano caliente cuando mi madre y padre llegaron a Estados Unidos, tan caliente que siguieron navegando hacia el norte, tocando tierra eventualmente en «la Maine de los cien puertos».

Que mi madre y padre hubiesen aprendido a navegar aún me parece una maravilla, ya que ningune de elles viene de un linaje de navegación. Sus ancestres eran gente de montaña. Al desenredar el largo hilo de la historia de mi familia, con frecuencia me preguntaba por las fuerzas que les sacaron de las montañas y les llevaron a bajar los ríos para vivir en la boca del mar.

Mientras crecía, viví en una casa a unas pocas millas del océano, pero aún a esa distancia, nunca estuvo lejos de nuestras vidas. Mi padre llevaba una carta de mareas en su maletín, y remos en la cajuela de su carro. En la entrada de nuestra casa colgaba un viejo barómetro dorado que mi madre consultaba de forma periódica para leer el clima y los humores cambiantes de sus visitas.

En la escuela, nuestra mascota era una embarcación clíper, una enorme goleta con tres mástiles que alguna vez fue construida y lanzada en el estuario de mareas que era nuestro puerto.

Cuando la última era de hielo terminó, dejó tallada la costa rocosa como una desmarañada red de ensenadas y serpenteantes istmos. Marea tras marea, los mares que se estaban calentando barrieron los valles, rodeando montañas e inundando mesetas. Los rayos del sol se filtraron en las aguas poco profundas que alguna vez fueron recorridas por gigantes perezosos y mastodontes, y de la mezcla de corrientes calientes y frías florecieron nubes de fitoplancton. Los mares lentamente se volvieron plateados llenos de pescados. Les ancestres de las personas Wabanaki siguieron la retirada del hielo hasta esta región, y por miles de años viajaron bajando los arroyos y ríos interiores que corrían a través de las islas y el océano, tejiendo una vasta red de carreteras de agua con sus canoas de corteza de abedul mientras pescaban y forrajeaban en sus rondas estacionales.

Cuando los colonizadores europeos empezaron a llegar en masa hace 500 años, ellos navegaron a través de las islas con abetos en espirales hacia las bahías protegidas que les parecieron perfectas para lanzar una marina mercante. Construyeron pueblos a lo largo de los puertos más profundos y empezaron a limpiar los bosques de pinos tierra adentro, enviando arboledas río abajo hacia los astilleros que construyeron a la orilla del agua.

En su apogeo, las naves de madera de Maine estaban entre las más rápidas del mundo, y sus constructores fueron considerados tecnólogos de vanguardia en la Era de la Vela. En pinturas antiguas casi que se puede sentir el viento que aprovechaban: flotas de barcos cortando a través de las crestas de las olas, sus marineros tensando ondulantes velas, apiladas una sobre dos sobre otra más. ¡Cómo se sentiría ver los barcos llegar al puerto!

Después de la Revolución Estadounidense, bergantines, goletas y balandras transportaron bienes entre las colonias Estadounidenses y las Indias Occidentales. Dejaban Maine con sus cascos llenos de ladrillos, pescado salado, hielo y madera, y regresaban meses después, lentamente tejiendo su camino a través de las colonias costeras con azúcar, algodón, té, e incluso esclaves. Cuando los mineros desterraron oro en California a finales de la década de 1840 los clípers de Maine corrieron a sus costas llevando buscadores, ayudando a despertar la fiebre del oro.

Pero durante la era Victoriana, la construcción de barcos comenzó a cambiar. La Revolución Industrial acompañó un cambio lento pero continuo de las velas al vapor, y de la madera al hierro. Una nueva era de movimiento comenzó, conducida por imperios en expansión y mercados extranjeros, y sin las restricciones de los vientos o las corrientes. Los astilleros fueron cerrando lentamente y los artesanos dejaron la costa, algunos dirigiéndose tierra adentro para trabajar en los molinos que colgaban de las cascadas río arriba, otros hacia los ferrocarriles que iban constantemente hacia el oeste a través del continente.

Hoy solo quedan unos pocos veleros de mástiles altos, pero por supuesto que los rastros de una industria de navegación están en todos lados—en los miradores de la viuda que coronan las mansiones palaciegas que alguna vez fueron propiedad de los capitanes marinos y las salomas que llegan desde las carrozas el 4 de julio. Incluso, profundo en los bosques se encuentran naves altas. Unos pocos pinos blancos americanos se levantan por encima del resto del dosel. Tan altos, tan erguidos, estos árboles alguna vez fueron seleccionados por inspectores como mástiles para la Marina Real Británica, sus troncos marcados con la «Flecha Ancha del Rey». Pero de alguna forma escaparon a las guerras del mar. Sus cicatrices, ya casi sanadas, ahora les protegen.

Al crecer vi la evidencia de estas historias a todo mi alrededor, pero su significado y su relación conmigo era invisible.

Mi hermana y yo aprendimos a navegar en pequeñas lanchas en el Río Harraseeket, justo abajo del viejo descenso de mástiles, molino y astillero. Nuestro club de yates local estaba alojado en un granero de madera que alguna vez sirvió como fábrica de pescado enlatado. Habían algunos botes de langostas y un ferry que frecuentaban la bahía, pero la mayoría de los barcos que veíamos eran para el ocio.

La única historia que sabía del pueblo Abenaki fue la que la gente contaba acerca de la isla en la entrada de la bahía, llamada Libra de Té—que es lo que los colonizadores dieron a cambio de la tierra cientos de años atrás.

Durante el verano el viento soplaba desde el sur, directo a través de la entrada de la bahía y hacia abajo por la garganta del río. Para llegar al mar cada mañana, armábamos y salíamos desde el muelle, virando de un lado a otro en distintos ángulos con el viento, zigzagueando a través de los botes atracados y las trampas de langostas. Era lento, pero con el tiempo aprendimos los contornos de la cuenca del río que estaba bajo nosotras. Sabíamos en donde los bordes se levantaban del fondo limoso, donde ráfagas de viento se reunían en la superficie y elevaban nuestra velocidad, cómo tomar el quiebre de la corriente hacia adentro y hacia afuera con la marea, y cómo, desde el sotavento de la isla, el viento moriría por completo, y tendríamos que enviar a alguien al agua para que nos empujara de regreso al canal.

Yo crecí en el mar, y sabía cómo armar una lancha y mantener el curso, pero sabía muy poco más allá del río y de la bahía de islas que rodeaban nuestro pequeño puerto. Cuando nuestra familia zarpaba hacia el este en el verano, saltando entre islas en nuestro camino a través de las bahías Casco y Penobscot, mi hermana y yo eramos lo que se llama marineras de buen tiempo. Cunado las nubes se acercaban, nos íbamos bajo cubierta, protegidas del viento y la lluvia.

Durante las tormentas mis padres se ponían sus ropas de lluvia y nos enviaban a mi hermana y a mi adentro de la cabina, cerrando la escotilla sobre nuestras cabezas. Conforme el viento aumentaba, el bote se volcaba hacia un lado, y todo lo que estaba en la cabina se tumbaba con este. La lámpara se balanceaba sobre nuestras cabezas, los platos se deslizaban dentro de sus armarios, todo lo que estuviera suelto y no guardado se caía al suelo. De vez en cuando mi papá bajaba, con su impermeable goteando, para revisar las cartas de navegación, y, conforme yo crecía, el GPS. Pero mi hermana y yo nos manteníamos a un lado. Seguíamos el balanceo del bote, moviéndonos de un lado a otro, leyendo, jugando cartas, arrulladas por el chapoteo del agua a centímetros de nuestros oídos y el gemido del viento, arriba, derramado sobre las velas.

Eventualmente el motor sonaba y el bote regresaba a su balance. Mis padres nos llamaban para subir a bajar las velas y tirar el ancla. Al sonido de sus voces, nos levantábamos de nuestras literas y nos asomábamos por las ventanas para ver otra isla, otro puerto que explorar.

Cuando estaba en el colegio, empezaron a venir reportes acerca de los efectos del cambio climático en el Golfo de Maine, que parecía calentarse más rápido que cualquier océano en el planeta. Los reportes mostraban a los cangrejos verdes yendo hacia el norte desde las aguas del sur, a las langostas mudando su caparazón más temprano de lo habitual, a los moluscos debilitándose y señalando la acidificación del océano. En la universidad me atrajo la historia oral en parte porque las personas de las islas que conocimos navegando durante nuestros veranos parecían más informades sobre la vida en el océano que cualquier científico o erudito que conocíamos en el continente. Cuando me gradué en 2009, recibí una beca para viajar a las islas alrededor del mundo por un año. Decidí que quería aprender sobre las tradiciones de historias orales y su rol en la adaptación climática. Reservé los pasajes de avión hacia las Maldivas, Micronesia, Patagonia y las Canarias, y me fui sola con mi grabadora por un año.

Cuando llegué a Palau, en Micronesia, empecé a encontrar algo de resistencia a mi proyecto, mientras aprendía que, para muchas personas isleñas del Pacífico, las historias de un lugar son geografía sagrada. Forman la fundación de la tenencia de tierra, leyes tradicionales, derechos de pesca y gestión de ecosistemas. Al ser una sociedad matrilineal y matrilocal, las personas de Palau trazan su ascendencia hasta la tierra de sus madres. Las historias, en particular las que contienen conocimiento sagrado ecológico, con frecuencia se mantienen muy secretas, se comparten silenciosa y cuidadosamente a través de las líneas familiares.

Todas las personas que encontré me daban la bienvenida y estaban ansiosas por hablar sobre historias, pero encontré que con algunas preguntas que yo hacía, ellas las ignoraban o me las regresaban. «¿Por qué te contaría algo en veinte minutos que me tomó veinte años entender?», me dijo un hombre. «Mirá y aprendé», me aconsejó otro. E incluso, «Preguntate a vos misma». Estas respuestas eran punzantes al inicio, pero conforme aprendí más acerca de la historia colonial de Palau, mi postura se suavizó. Llegué a apreciar estos rechazos y eventualmente entendí: hay poder en sostener y recibir historias de esta forma.

Las personas de Palau han retenido su lenguaje y cultura a través de la ocupación de cinco poderes coloniales diferentes. Elles ganaron independencia finalmente en 1994, después de cincuenta años de ocupación de los Estados Unidos. En una colección de historias orales, leí que en las aguas de Micronesia hay más ruinas de la segunda guerra mundial que en todo el oeste de Europa, y lo creo. Con los años he oído muchas historias de guerra de personas de Palau, acerca de esconderse en las Islas Roca para escapar los bombardeos, acerca de la construcción de puentes y aeropuertos para los Japoneses, acerca de las famosas entregas por paracaídas cuando la guerra por fin terminó y Estados Unidos tiró canastas con raciones enlatadas y cigarros para las personas que estaban muriendo de hambre. Mientras me contaba estos eventos, una narradora podía mover la vegetación para enseñarme búnkeres abandonados al lado de su casa o dirigirme a las ruinas dispersas en la jungla.

Pasé días buceando alrededor de los esqueletos de buques y jets de guerra hundidos en el fondo de la laguna y caminando alrededor de búnkeres y tanques abandonados mezclados en el paisaje de la ciudad. Una tarde en 2013, finalmente caminé hasta la Cresta de la Nariz Sangrante, en donde miles de soldados de Estados Unidos murieron tratando de vencer a los japoneses en la Batalla de Peleliu. Visitando estos lugares, encontrándome botellas y cascos rotos, sentí el peso y la estampa de la muerte.

Justo cuando me estaba preparando para dejar Palau, mi amiga Debbie me presentó a Sesario. Sesario Sewralur es un Pwo, un Maestro Navegador, de Satawal, una de las islas exteriores de Yap, el archipiélago vecino, en Micronesia. En ese momento todo lo que sabía de Sesario era que navegaba sin mapas, GPS, ni otros instrumentos modernos. Y que su padre, el Gran Maestro Mau Piailug, había ayudado a lanzar la revitalización de la cultura de las canoas a lo largo de Polinesia, cuando reabrió la ancestral ruta marítima entre Hawai’i y Tahiti, y compartió su conocimiento con las personas de Hawai’i en los años 70. La canoa que Sesario capitanea, la Aligano Maisu, es una canoa Polinesia con doble casco construida por los estudiantes de Mau como un regalo en honor a su legado, y sirve a las personas de Micronesia en su propia revitalización de las canoas.

Sesario estaba enseñando en el Palau Community College. Nos pusimos de acuerdo para encontrarnos en el Departamento de Mantenimiento, en donde trabajaba tiempo parcial. Cuando llegué, él estaba arreglando un pequeño gabinete para sostener una cocina en un próximo viaje a la isla exterior Ngulu. Hablamos por mucho tiempo, y cuando nuestra conversación terminó, él me invitó a acompañarlo en el viaje. Ni siquiera me detuve a pensarlo. Cambié mi pasaje de avión y me uní a las últimas semanas del curso antes de la partida del viaje.

Cuando bajamos la mirada para ver un mapa, recibimos el mundo desde el punto de vista de dios.

Caminando o conduciendo alternamos entre el ambiente en el que existimos y el que está postrado, plano, en nuestras manos o en la pantalla que tenemos en frente. Nos imaginamos moviéndonos sobre un mundo fijo, hacia ese árbol, a través de este suburbio, sobre esta montaña, pasando esta intersección, siempre moviéndonos, siempre viendo hacia adelante a nuestro destino deseado, mientras el camino que recorrimos se aleja continuamente a nuestras espaldas, afuera de la pantalla, borrándose de la conciencia.

En la navegación tradicional que practica Sesario, la canoa está en el corazón del mundo y la persona que navega se sienta en el centro de todo, en silencio, observando el cambio de los cielos y mares, desde un lugar de quietud. Las estrellas giran sobre su cabeza, las mareas y los vientos emergen del horizonte y la persona que navega está presente hacia toda la esfera del mar y cielo, haciendo pequeños ajustes a la canoa conforme el viaje se desenvuelve despacio. No importa cuántos días ha pasado en el mar, Sesario siempre puede apuntar a la dirección de su isla de origen.

Cuando les estudiantes de las islas exteriores aprendieron por primera vez a navegar, se juntaron en una casa canoa para aprender paafiu, que significa contar estrellas. Une navegadore más grande pone montoncitos de coral uno por uno, hasta que crea un gran círculo de treinta y dos puntos. En el centro, pone una canoa pequeñita hecha de coco joven. El círculo es un eco del horizonte distante, y cada montoncito de coral irradia hacia un punto en el que una estrella o constelación sale o se esconde. Cuando los estudiantes se reúnen para escuchar, la navegadora apunta a las diferentes estrellas y las llama por su nombre.

Cuando estás frente al sol saliendo en el ecuador, los polos de la tierra están en tus orejas. Toda la noche, las estrellas se levantan desde el horizonte del este, haciendo un arco sobre la canoa, escondiéndose en el oeste. En cualquier momento, solo unas pocas constelaciones serán visibles y estarán cerca del horizonte como para revelar su dirección. Tienen un ciclo con los días y las estaciones, levantándose del mar un poco más temprano cada noche. Para aprender a mantener el curso en el mar, les estudiantes practican a recitar los puntos de las estrellas una y otra vez, primero nombrándolas alrededor del horizonte, luego a lo largo y en ángulos, hasta que pueden mantener los puntos de las estrellas adentro suyo.

La primera lección de paafiu forma la fundación de todos los niveles más profundos de navegación que une estudiante aprenderá en su vida. Debajo de los puntos de estrellas emergen mareas y vientos predominantes. El sol saliente y la luna barren el norte y luego el sur entre solsticios. Un calendario de estrellas de tormentas corresponde con periodos de fuertes vientos y tifones.

Con cantos y canciones, una navegadora aprenderá a mantener la dirección de docenas de islas, cada una tiene su propia constelación irradiando marcas marinas. Bancos de peces loro en espiral, bancos de arena cambiantes, el borde de un arrecife en el que acechan tiburones amarillos, los campos de pesca de pájaros bobos de patas azules, el lugar en el que dos vientos se levantan para encontrarse. Estos no son puntos fijos, sino interrelaciones únicas, dinámicas de flujos de vida que han sido reconocidas de forma continua y transmitidas por miles de años en una larga ola ramificada de tradición oral, sostenida por las personas de Oceanía.

Considerá esto: mucho antes de Colón o Magallanes, antes de la invención de la brújula o el reloj, antes, cuando los barcos en Europa aún estaban recorriendo los ríos y abrazando las costas, las personas del Pacífico estaban guiando sus canoas a través del océano más grande del mundo. Cuando el Capitán Cook navegó hasta Tahiti en 1769, para documentar el transito de Venus con la esperanza de desbloquear un método científico para calcular la longitud, él encontró al famoso navegador y sacerdote Tupaia. Mientras los escribas tomaron notas, Tupaia recitó direcciones detalladas, incluyendo ubicaciones de canales y nombres de altos jefes, de casi todas las islas de Polinesia, un área más grande que la parte continental de Estados Unidos.

Él sabía todo esto, aunque afuera, en el océano abierto, si estás de pie en la cubierta de una canoa, dependiendo de tu estatura, visión, y de la hora, podés ver dos o tres millas en cualquier dirección.

Para ser honesta, hasta que vi a la Alingano Maisu, nunca antes había visto una canoa de navegación tradicional. Desde lejos la Maisu parecía como un catamarán, pero de cerca, no era nada parecido. Todo, incluyendo el mástil y la gigante paleta de dirección, está amarrado con cuerdas para dar flexibilidad en el agua. La cubierta es una plataforma de cuarenta por diez pies, con una canoa de fibra de vidrio a cada lado. Las canoas son altas, tal vez diez pies de profundidad, pintadas de un amarillo cremoso como fruta e’ pan. Tiendas de lona caen del largo de cada canoa, con hamacas colgando en los profundos cascos. Debajo de las hamacas hay espacio para almacenar comida, agua y provisiones.

El día de la partida los altos jefes dieron discursos, y amigues y familias de la canoa llegaron con cocos, bananos, y cestas tejidas a mano llenas de malanga y fruta e’ pan preservadas para nuestro viaje. Dejamos el canal a media mañana con nueve de nosotres a bordo: Sesario y Kintu de Satawal, Debbie, Wayne y Kurt de Palau, Elward de Woleai, Ben de las Islas del Suroeste, Elliott y yo de Estados Unidos.

Cuando navegamos a través de la laguna, el agua se volvió cada vez más oscura, y al atardecer las islas ya se estaban hundiendo bajo el horizonte, tanto que cuando se hizo oscuro sólo podíamos notar un leve resplandor a la distancia. «Las luces del aeropuerto», me dijo Sesario cuando le pregunté. Al anochecer las estrellas empezaron a aparecer, y habían tantas que me costó encontrar las pocas constelaciones que sabía y, cuando las encontré, me costó mantenerlas a la vista mientras nos sacudíamos con las olas.

Ngulu se encuentra a doscientas millas al noreste de Palau, y hacia el viento. Cuando partimos yo esperaba mantener el rastro de nuestros movimientos mientras avanzábamos y retrocedíamos, pero esa primera noche me dormí y no me desperté para mi guardia. Cuando bajé de mi litera en la mañana, Palau ya había desaparecido y el océano se extendía en todas las direcciones. Con el sol flamante, la adrenalina de la partida se iba despacio. Después de todos mis años de navegación, de repente me sentí mareada y con fiebre. Nunca antes me había sentido tan expuesta.

Incluso con las carpas había poco refugio en la canoa. La lluvia nos dejaba mojades, y mientras el sol estaba arriba no había sombra. Cuando cocinábamos en la cocina de campamento las olas nos bañaban a nosotres y a la olla. La canoa no tenía baño, solo el costado.

Me maravillaba la forma en que Sesario y la tripulación estaban completamente tranquiles con todo esto. En casa, los marineros son famosos por sus palabras punzantes y argumentos temperamentales. Pero esta tripulación pasaba horas en silencio, y Sesario nunca levantó su voz para regañar o quejarse, sólo para cantar o contar un chiste.

Pocas veces dormía, y solo en pequeñas siestas de un cuarto de hora. Le llaman «sueño de pájaro», descansar por solo momentos como hacen los pájaros fragatas, con sus cabezas plegadas bajo una ala mientras recorren las termales a través de millas de océano. Pero incluso en este dormitar fugaz, Sesario nunca estaba realmente dormido. A veces estaba roncando y de repente se despertaba para ajustar nuestra dirección cuando sentía que el patrón de la marea cambiaba contra el casco. Una noche al inicio del viaje, las nubes se cerraron, bloqueando las estrellas. Él tomó el remo y giró para quedar frente a la popa de la canoa. Sobre nosotres un pequeñísimo parche brillaba en el cielo, y con este puñado de estrellas él mantuvo el curso hasta que el cielo se aclaró.

Yo estaba acostada en mi litera la noche que empezó la lluvia. Llegó despacio y azotada por el viento primero, de forma que las gotas golpeaban la lona en ráfagas ondulantes, y luego sostenidamente más pesadas, hasta que el agua entraba por las costuras y llegaba a mi hamaca. Podía oír a Sesario arriba, llamando a la tripulación, pero no podía entender lo que decían. Conforme las olas crecían y nos salpicaban, sentí mi pecho encogerse. Me encontré pensando sobre mi padre bajando del mando a la cabina durante una tormenta, con su impermeable chorreando, sintonizando el pronóstico y revisando las cartas de navegación e instrumentos. Podía ver su cara, severa y concentrada. Podía oír su voz, urgente, entre el viento, dando direcciones entre para mi madre, arriba.

Cuando mi guardia llegó, me preparé para lo peor y abrí mi carpa para sacar la cabeza. Ahí estaba Sesario, de pie bajo la lluvia sólo en pantalones cortos y una camiseta, el remo bajo su axila, cantando en la tormenta. «¡Hora de bañarse!», gritó cuando me vio y empezó a reír.

Sesario había asignado dos navegadores estudiantes para nuestro viaje. Wayne y Kurt dirigían una guardia cada uno, mientras los otros hombres de nuestra tripulación alternaban entre dirigir la vela y el remo. Debbie cocinó la mayoría de la comida. Mi trabajo era observar el horizonte buscando barcos portacontenedores, y hacer café y té para ayudar a mantener a la tripulación despierta en turnos de seis horas.

Incluso cuando mi mareo pasó, no podía creer lo difícil que era poner atención. Trataba de acomodarme en una posición para ver el horizonte, y en momentos estaba perdida en los matorrales de mis propios pensamientos o quedándome dormida. Cuando me recobraba, volvía a ver y las nubes ya se habían ido y el océano era diferente. Esperaba aprender los cambios de humor del mar, pero los cambios que pasaban a mi alrededor eran tan sutiles, desenvolviéndose tan despacio, que eran difíciles de percibir hasta que ya estaban sobre nosotres.

De vez en cuando un avión pasaba sobre nosotres, y Sesario siempre sabía hacia donde iba. «Taiwan», «China», «Filipinas», gritaba. La primera vez que pasó, seguro me vio con cara de sorpresa, porque se rió y dijo, «¡los japoneses y los de Estados Unidos siempre pasa directo!».

Incluso con los aviones pasando no podía entender cómo funcionaba todo, y pasé gran parte del viaje perdida en mis propios pensamientos y miedo. Incluso en esta confusión algo empezó a tener sentido.

«Algo viene», anunció Sesario una mañana. Recuerdo asomarme alrededor, perpleja. El sol aún estaba brillando y el mar estaba en calma. Pero por supuesto, esa tarde el horizonte del este empezó a abultarse, y de la nada un grupo de olas gigantes emergieron, rodando hacia nosotres. Sacudieron nuestras velas cuando pasaron bajo nuestra canoa y levantaron un clima extraño durante la última parte de nuestro viaje.

Cuando llegamos a Ngulu unos días después, George y María nos contaron que la ola también había llegado allá, inundando la primera hilera de palmeras. Los reportes en la radio decían que era el último jadeo de un tsunami que estaba corriendo a través del Pacífico, iniciado por un terremoto en el centro de Chile.

Tal vez mi percepción del océano empezó a cambiar justo por saber que habíamos sentido esas olas, las habíamos sentido levantar y bajar la canoa mientras las velas se sacudían. Por saber sin duda que las había sentido en mi propio cuerpo, llegando a su punto más alto en la leve mejoría de mi estómago, y lentamente liberándose cuando unas horas después escuché a Sesario anunciar a la tripulación que «No se preocupen. Estamos más segures en el océano», y luego decir que «¡Mejor vamos a revisar cómo está Ngulu!».

En ningún momento particular, sino en una cascada de memorias movidas, el océano que había aprendido a leer en un mapa empezó a liberarse de su cuadrícula, y yo empecé a sentir la increíble capacidad del agua para sostener y alterar la historia. Navegando de regreso a Palau ya no me sentí sola en el anillo del horizonte. Suspendida entre agua y estrellas me encontré preguntando si el océano en realidad estaba vivo, y qué otras turbulencias atravesaban a este ser ondulante, adornado por nubes y repleto de peces. Entendí que Sesario les ofrece a sus estudiantes una práctica para recordar nuestra habilidad innata de orientarnos en un cosmos cambiante, de movernos con el pulso del océano y de toda la vida que flota adentro y afuera de él.

Unas semanas después estábamos de vuelta en Palau, y seguí volando a través del Pacífico, pasando por Santiago en mi camino a la Patagonia. En el aeropuerto pude ver rastros del terremoto por todos lados: en escaleras torcidas y grietas que se extendían por los pisos de concreto, en la cinta amarilla que guiaba a les pasajeres lejos de las terminales dañadas. Incluso lo sentí en el ritmo de la gente caminando.

Pequeños temblores sacudieron la costa chilena por semanas después del tsunami. Agachada en el suelo, rodeada de porcelana crujiendo y marcos de puertas moviéndose, me vi pensando en la canoa y en las olas que ondulaban a través del planeta, envolviendo isla tras isla en su camino hacia Palau.

Cuando regresé a los Estados Unidos me costó darle sentido a mi experiencia. Mi entendimiento del océano había cambiado de forma dramática. Estaba aprendiendo a poner atención al mundo a mi alrededor, pero no sabían cómo integrar lo que estaba presenciando.

En mis veintes ahorré dinero para viajar a Micronesia, para navegar con Sesario en la Maisu. Eventualmente, conocí a mi pareja, Miano Sowraenpiy, el sobrino de Sesario y miembro de la tripulación de mucho tiempo.

Cada viaje abrió mis ojos a la profundidad de la cultura de canoas, pero también a los retos increíbles que esta generación de navegantes Micronesios han sido llamades a responder en esta época. En 2016 navegamos a través de la peor sequía registrada en la historia de Micronesia, un evento que disparó escasez de agua fresca y fieros tifones que cayeron fuera del calendario tradicional de tormentas. Incluso las islas inhabitadas que visitamos mostraban signos del aumento en el nivel del mar y contaminación por plásticos. Justo cuando pasábamos sobre el Foso de las Marianas, el océano más profundo del mundo, se estaban publicando artículos que reportaban trazas de desechos radioactivos bajo nosotres.

Regresar a los Estados Unidos siempre era difícil para mi, en parte porque la extracción de combustibles fósiles parecía ir siempre en aumento, pero también porque empecé a notar cómo la tecnología GPS estaba erosionando lo que quedaba de nuestras capacidades para orientarnos. En la primavera de 2013 volé desde Palau de regreso a New York City, y recuerdo salir del metro a una noche estrellada, luchando para liberarme de la multitud porque todes estaban mirando hacia abajo a los mapas de sus teléfonos. Empecé a leer más acerca de navegación celestial y la historia marítima del Atlántico, queriendo entender cómo habíamos llegado a abandonar a las estrellas y a escoger una forma tan diferente de movernos por el mundo.

Miano, mi pareja, con frecuencia dice que antes de la tecnología moderna todes eramos movides por la naturaleza. Y tiene razón. Creo que olvidamos esto en el Oeste. Tenemos estas historias de vikingos encontrando su camino a través de la niebla, leyendo patrones de mareas, y enviando cuervos al cielo para guiar sus naves a Islandia. Incluso en Homero, la ninfa Calipso imparte instrucciones celestiales a Odiseo, instándolo a tener presentes a las Pléyades y la Osa Mayor, cuando Argo sale de Ogygia para ir al este a través del mar.

Pero en algún momento empezamos a explotar estos patrones naturales. Parte de la razón por la que el tráfico triangular de esclaves en el Atlántico fue tan devastadoramente exitoso fue que los poderes imperiales de Europa alinearon sus reinos con los vientos y corrientes prevalentes. Los vientos del comercio, como se les llegó a conocer, son estas grandes vías publicas de vientos convergentes que surgen por la rotación de la Tierra. La palabra comercio, en sus primeros usos en el siglo catorce, significaba «camino» o «ruta», literalmente, «un curso de acción». Las naves cargando esclaves de África del Oeste seguían las rutas comerciales hacia el oeste hasta el Caribe, y regresaban a Europa meses después, siguiendo la Corriente del Golfo, con azúcar, tabaco y algodón en sus almacenes.

Por siglos los marineros Europeos mantuvieron su conocimiento de viaje en secreto, pocas veces revelando cómo llegaban de un lugar a otro. Cuando las cartas y los pilotos costeros empezaron a surgir en el Mediterráneo unos siglos después de Cristo, fueron fuertemente protegidos, considerados como apunta Rachel Carson en The Sea Around Us, «caminos de riqueza» y «llaves del imperio». Hasta los 1800s, los mapas más detallados del mundo no pertenecían a los estados sino a compañías privadas, como la Dutch East India Company, que contrató equipos de hidrólogos, botanistas y cartógrafos para buscar potenciales rutas para el comercio.

En la historia de la tecnología de navegación empezamos a ver estos puntos pivote en los que la orientación cambia de forma dramática. Las brújulas que nos son familiares ahora empezaron a surgir con el descubrimiento del imán, o magnetita, en Eurasia hace más de dos mil años. La magnetita es una de las únicas piedras magnéticas que ocurren de forma natural, y porque se encuentra en pequeños puntos de la superficie de la tierra, algunes científiques creen que alinea su carga con el campo magnético de la tierra cuando cae un trueno. Los primeros tecnólogos aprendieron a poner fragmentos de magnetita en cuerdas o tazones con agua, para que el eje norte-sur apareciera con un golpe de un dedo.

No puedo imaginar lo que debe haber sido para mis ancestres el presenciar esta aguja temblando y girando es su obstinada búsqueda del norte. En Satawal, a la Estrella del Norte se le llama Wenewenen Fius Mwakiut: la estrella que nunca se mueve. Y es justo eso, el único punto de quietud en nuestras cosmologías compartidas. En un mundo que cambia de forma constante, hay un diminuto parpadeo de certeza, soportando la niebla y la oscuridad más profunda. ¡No es de extrañar que los griegos creían que estas piedras tenían alma! En el inglés antiguo se empezaron a llamar «lodestones», «lode» que significa camino o curso. Poseer una ha significado muchas cosas, pero sin duda cambiaron la forma en la que les humanes se movían por el mundo.

Para cuando llegaron a circular de forma más amplia en Europa en los siglos doce y trece, los imanes empezaron a levantar sospechas y en algunos círculos incluso fueron considerados como el instrumento del diablo. Siglos antes de que los pastores siguieran las estrellas hasta Belén, las crónicas chinas cuentan de un emperador que montó agujas imantadas en vagones para guiar a su ejercito a través de la bruma persiguiendo a un enemigo en retirada. Avanzando rápidamente unos miles de años, la tecnología de GPS surge durante la Guerra del Golfo para guiar «bombas inteligentes» a sus objetivos.

Las tecnologías por sí solas no nos llevan por mal camino, pero nuestro impulso por desarrollar, adoptar y confiar en ellas refleja un lento extravío del centro receptivo de nosotres mismes.

Cientos de años de observar los planetas, de esforzarnos por entender nuestro lugar en el universo, de ecuaciones garabateadas y pasadas por generaciones para ser mejoradas, todo eso ahora está comprimido en instrumentos que usamos todos los días sin pensarlo. Y parte de lo que me asusta de presenciar el aumento de la aplicación del GPS es que todas esas generaciones de aprendizaje están opacadas. Se esconden en el código, guardadas en tarjetas SIM y gigantes discos duros, lejos en el desierto. Podemos conducir hacia un restaurante con una calificación de cuatro estrellas en Yelp, o volar trece horas a través del Océano Pacífico, sin ningún aprecio por la increíble majestuosidad detrás de estos gestos.

Sería más fácil, más eficiente, mucho más rápido, continuar moviéndonos a través del mundo siguiendo las cuadrículas que hemos creado, siguiendo las rutas que nos presentan. ¿Pero cuál es el impacto en nosotres? Estudios recientes revelan los efectos que el GPS está teniendo en nuestros cerebros y en la forma en la que nos relacionamos con el mundo. Nuestros viajes diarios ahora están agujereados por estribillos de gire a la derecha, gire a la izquierda, baje la velocidad, deténgase. Cuando estos avisos direccionales vienen desde afuera de nosotres, no establecemos memorias de la misma forma que lo haríamos navegando por el mundo sin instrumentos. Los mapas mentales que construimos de los lugares que habitamos están siendo triturados despacio, reproducidos como mapas de rayas que llevan a divagantes puntos aislados. El restaurante, la montaña, el supermercado, incluso la casa de la abuela, empiezan a flotar sin ninguna relación clara ni ataduras al paisaje en el que se encuentran. Conforme nuestra dependencia a la tecnología GPS aumenta estamos en peligro de dejar de integrar nuestros viajes en un sentido más amplio de hogar.

Incluso un mapa del hogar es una representación, una rebanada de espacio capturada por la mente en un punto discreto en el tiempo. Siempre es un fragmento del tejido del universo. No importa si el mapa se actualiza cada año o cada segundo: es plano. Nunca será completamente presente, ni capturará el ondulante dinamismo del mundo natural. Nunca estará realmente vivo.

Es aterrador pensar sobre alejarse de estos instrumentos, aterrador porque dar un paso atrás puede significar admitir que nunca aprendimos realmente en dónde estamos. Durante la mayoría de la historia humana esta pregunta ha ido como un cordón umbilical al centro de quiénes somos. Y cualquiera que haya estado perdide sabe las olas de incomodidad, miedo, vergüenza, culpa, soledad y anhelo que se levantan al no saber.

Sesario siempre les recuerda a sus estudiantes que cada une de nosotres es capaz de recibir señales que incluso el GPS más poderoso nunca podría detectar. Y lo hacemos, todes, cada momento que pasa. Qué irónico es que hemos diseñado instrumentos para encontrar caminos, y ambientes con clima artificial, que apagan las muchas formas que están esperando para guiarnos. Humedad, vibración, sombras, cantos de pájaros, nos llegan a cada momento, implorando de forma silenciosa que recordemos que, todes, siempre, somos vida respondiendo a vida.

Para convertirse en une navegadore en la cultura Satawal, une debe tener paciencia completa en su mente. Cuando les navegadores emergen de la casa de la canoa, después de la ceremonia pwo, están entrando en una responsabilidad de cuidar su isla y asegurar que su conocimiento sea pasado a las generaciones que vendrán.

No es solo memorizar aspectos de las estrellas y marcas en el mar lo que es necesario para llegar a este umbral. Para ser iniciade, une debe saber cómo leer el clima, cómo construir y reparar una canoa, cómo preparar y administrar medicina tradicional y cómo sostener los intrincados protocolos culturales que gobiernan los carriles marinos que une navegadore puede cruzar en su vida. Incluso después de convertirse en pwo, les navegadores nunca dan por sentado a la naturaleza ni a sus líderes espirituales. Les maestres viejes entendieron límites y diseñaron rituales para honrarlos y respetarlos. Incluso si algunas canoas son más rápidas que otras, o si navegadores jóvenes hicieron excitantes innovaciones en el diseño, elles nunca iban adelante de sus ancianes en el mar. De esta forma, los movimientos de une navegadore están guiados no solo por el mundo fenomenológico sino también por un profundo respeto a los antiguos acuerdos vivientes que existen entre las gentes del océano y toda la vida.

Cerrá tus ojos por un momento e imaginá el basto sistema capilar que se esparce a través de Micronesia y el Océano Pacífico, conectando todas sus islas. En Satawal, la palabra para canoa, waa, también significa vena. Por miles de años las canoas han viajado estas azules carreteras de agua, llevando personas e historias.

Imaginá cómo se vería una flota entera de canoas. Así es como era en Micronesia, no sólo una canoa, o unas pocas, sino docenas navegando juntas detrás de les Maestres Navegadores. «La canoa es lo que fluye entre las personas», nos dice Sesario. «Es lo que lleva comida y nos trae a nuestres parientes. Así es como sobrevivimos».


Aylie Baker nació en Maine. Ella ha trabajado en proyectos de narración comunitarios que hablan sobre problemas relacionados con el agua en Chile, Vermont, Oregon, y Micronesia. Ella está comprometida a apoyar la sanación de las comunidades de cuencas hidrográficas.

:point_up: Esta es la primera versión de la traducción.

Está en un pull request en gitlab por si algune quiere colaborar revisándola.